Navegando por mi calle… cuando era

No todas las calles son iguales ni todos los pasos que las recorren dejan la misma huella. Pues, bien, por algún tiempo esta fue mi calle. Era la calle de las cosas inesperadas, nunca se sabía qué sorpresa nos depararía cuando navegaba por ella. Sí, porque por esa calle nunca caminé, navegué en ella las estrellas de la noche, el olor a lluvia recién parida, la luna llena que se elevaba por la montaña y que hacía ángulo recto con mi alma y la ventana. Una mañana cualquiera un pastor dormitaba en una esquina y dos ovejas, una blanca y una negra, repasaban la hierba con sus hocicos y su lana. Yo las miraba mientras ellas pacían calle arriba y calle abajo; ellas me ignoraban mientras yo flotaba calle abajo y calle arriba.

De repente, de una puerta, salía un balón haciéndole malabares al mundo, y detrás venía un niño cargado de mundo, haciéndole malabares al balón. Cualquiera creería que era asunto de magia, el niño pegado a su sombra, y el balón despegado de la suya, parecía un planeta en miniatura, suspendido a medio metro de la tierra y a una patada de distancia de un golazo a la existencia.

Los habitantes de aquella calle, tenían todos sus secretos. Aparecían o desaparecían detrás de puertas que se negaban a dejar escapar la luz del día. Justo, en toda la esquina, siempre llegaba un misterioso caballero de barba y de sombrero a cualquier hora en punto de la tarde. Por la misma puerta solía salir una hermosa y sonriente dama. Lo curioso es que jamás los vi juntos, y aún me queda la duda si los dos eran la misma persona que se transformaba al pasar por el umbral de una puerta inesperada.

Si miraba hacia arriba, en la casa de al lado, justo cuando entraba la penumbra y los faroles hacían su llegada, veía unas cortinas de colores, como un telón a una magnífica obra de teatro que apenas empezara. La casa escasamente parecía habitada. De vez en cuando veía la sombra de una mujer amable y sonriente que salía acompañada por un perrito de lanas. Solía desaparecer sin dejar huella, nunca pude saber sus horarios, me contaron que cantaba en un coro y que los ángeles dejaban de hacer lo que estaban haciendo, tan solo para escucharla. No sé, nunca la oí cantar, pero los ángeles pueden dar testimonio de ello.

Una casa más allá, el tomate y la cebolla saltaban por la ventana. Si miraba a esa ventana, sabía que me esperaría una dulce sonrisa. A la puerta de la casa, yacía una perrita negra. Tenía el lomo pelado y la vida gastaba. Andaba rengueando por toda la cuadra. Arriba, en una ventana, dormitaba un gato atigrado. Era el rey de las alturas, de vez en cuando se dignaba bajar a la tierra, aunque siempre aparecía un perro bufón que lo espantaba.

Un día, de una de esas puertas, salió un mimo. De nariz roja y sacoleva negra, de caminar garboso y mirada serena. Una docena de niños lo estaban esperando, lo miraron con curiosidad y algo de recelo… pero lo siguieron calle arriba, hasta la puerta de su propia casa. Uno de los niños dijo: “el mimo no habla”, otro le contestó: “es que no sabe hablar”. Entonces, se sentaron muy juiciosos, y empezó la función. Al principio no sabían lo que estaba pasando, pero, el mimo, maestro en contar historias sin palabras, con su cuerpo, con sus manos y sus gestos, les contó una historia, de la que los niños poco a poco se fueron apropiando… ya no eran el mimo y los niños, era una historia que se estaba contando, un universo que se estaba formando, una sonrisa que estaba naciendo. El mimo terminó su función, y simplemente salió de la pequeña sala. Los niños se quedaron más mudos que el mismo mimo, hasta que uno gritó con una mezcla de emoción y pasión. “¡Agárrenlo que se va!” Y, todos a una, salieron a perseguirlo. Lo rodearon de abrazos antes de que pudiera escaparse, y sin decirse ninguna palabra se despidieron de nariz a nariz, de zapato a zapato y de corazón a corazón.

Una tarde me contaron que la perrita negra se había muerto. Se llamaba Cumbia, y los niños le hicieron un entierro y le cantaron. La cubrieron de flores y la lloraron. Uno de los niños le hizo una tarjeta que decía: “Ya llegué al cielo, los quiero mucho”.

Por esa calle, a la que por suerte nunca llegó el pavimento ni las piedras, recorrí mis mejores pasos, sin saber quién me observaba desde algún planeta lejano o desde alguna ventana. Hoy volví para recordar sus flores, sus faroles, sus puertas y sus aldabas. Miré por todas las puertas y ventanas, en cada una había dejado un instante de mi vida, y alguna vida habría dejado un instante de la suya en mi alma.

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