Hace mucho tiempo, en un reino lejano, todos los eruditos se reunieron en un palacio a pedido del rey.
“El que me libere de este horrible insomnio que padezco recibirá la mitad de mi reino, por una noche de sueño”, dijo el rey.
Los eruditos se miraron con caras largas y serias y cada cual dijo que intentaría lo que mejor sabía.
El curandero pensó que su tratamiento le merecería de inmediato medio reino, así que se dispuso a prepararle al rey sus mejores hierbas para el buen dormir. Las cogió de madrugada entre dos rayos de luna, las machacó con la piedra filosofal de los ancestros, les cantó entre incienso y rezos, y finalmente, se las presentó al rey en un fino vaso, hecho de pétalos de rosa que también se podía comer.
El rey, mirando bizco con sus grandes ojeras, tomó el vaso con dedos trémulos y esperanzado se tragó la exquisita mezcla. Contrario a lo esperado, sufrió el peor insomnio de su vida. Se haló las barbas, casi se arranca los dedos, en sus alucinaciones vio leones que lo devoraban entero.
Mandó entonces a llamar al curandero. Como castigo lo mandó a vacunar, y el curandero contrajo enfermedades horribles que ni sus propias hierbas podían curar.
Luego vino el filósofo, quien le aconsejó que, para dormirse, debía tratar de explicarse el sentido de la vida. Como el rey nunca había pensado en eso, pensó que su mente ocupada en resolver la complicada pregunta, lo dejaría dormir en paz.
Pero, muy al contrario, el rey no solo no durmió tratando de explicarse el sentido de la vida, sino que sufrió de angustia existencial y no volvió a comer y además de insomnio, se estaba muriendo de hambre.
Mandó entonces a llamar al filósofo. Como castigo le dijo que ahora llevaría una vida sin sentido, como todo los demás, trabajando cuarenta horas a la semana, ocho horas al día, yendo y volviendo a su trabajo por vías ocupadas, lleno de angustia porque lo fueran a despedir y con apenas el dinero suficiente para sobrevivir. Fue así que el filósofo jamás volvió a filosofar porque ya no le quedaba tiempo.
El rey mandó entonces a llamar a su médico de cabecera, para que le diagnosticara la raíz de sus males.
El médico le dijo que que le aplicaría el tratamiento más moderno para el insomnio, inventado por el laboratorio Rey-ab, el cual carecía de efectos colaterales y lo dejaría como nuevo.
Al día siguiente el médico se apareció con su maletín negro de médico, donde se veían pepitas de todos los colores y sabores. Dentro de todo eso sacó una botella y exclamó: “La mano de Dios en un frasquito”.
Ceremoniosamente, el médico sacó un par de sanguijuelas y se las aplicó al rey en las mejillas. El rey sangró sin parar, y, a punto de morir, se las mandó a quitar y ordenó llamar al médico de cabecera.
Ahora, no solo tenía insomnio, alucinaciones, angustia existencial y anemia, sino que pensaba que su mal jamás tendría cura.
“Mi querido médico de cabecera”, dijo el rey sin ninguna ceremonia. “Como castigo tendrá usted que probar una pepa de su propia medicina cada seis horas por el resto de su vida”.
El médico de cabecera salió cabizbajo, mirando tristemente su maletín. Pronto empezó a sufrir de cada mal y su contrario, hipertensión e hipotensión, depresión y euforia, insomnio y somnolencia… y fuera de eso ningún médico podía diagnosticar su mal.
Finalmente, al rey solo le quedaba un erudito en la lista y el rey moría por falta de sueño.
Fue así como mandó a llamar al literato.
El literato había escrito docenas de libros y había leído todas las bibliotecas de la tierra, desde la biblioteca perdida de Babilonia, hasta los manuscritos del desierto y la Biblioteca del Congreso. Leía en 27 idiomas, escribía en 32 y hablaba en 58.
El rey le imploró: “Hazme dormir de la mejor manera que sepas y te doy no medio reino, sino todo mi reino, ya no quiero ser rey, con todo mi poder, no tengo ni el poder de dormir, ¡ayúdame¡”.
El literato sonrió comprensivamente, y de su colección de manuscritos extrajo un pliego arrugado, escrito en letra menuda y sin mediar palabra, se lo empezó a leer al rey. Dos minutos más tarde, el rey yacía completamente dormido, con una sonrisa de paz en la cara, mientras que el literato admiraba desde una ventana del castillo las extensiones de su reino. Entonces, el literato se dirigió a su nueva y gran biblioteca y en un anaquel de plata y marfil colocó el sencillo manuscrito que había puesto a dormir al rey y en cuya portada se leía con una letra casi desvanecida: “Cuentos completos de Jorge Luis Borges”.